domingo, enero 29, 2006

Les feuilles mortes...

Oh ! je voudrais tant que tu te souviennes
Des jours heureux où nous étions amis.
En ce temps-là la vie était plus belle,
Et le soleil plus brûlant qu'aujourd'hui.
Les feuilles mortes se ramassent à la pelle.
Tu vois, je n'ai pas oublié...
Les feuilles mortes se ramassent à la pelle,
Les souvenirs et les regrets aussi
Et le vent du nord les emporte
Dans la nuit froide de l'oubli.
Tu vois, je n'ai pas oublié
La chanson que tu me chantais.

C'est une chanson qui nous ressemble.
Toi, tu m'aimais et je t'aimais
Et nous vivions tous deux ensemble,
Toi qui m'aimais, moi qui t'aimais.
Mais la vie sépare ceux qui s'aiment,
Tout doucement, sans faire de bruit
Et la mer efface sur le sable
Les pas des amants désunis.

Les feuilles mortes se ramassent à la pelle,
Les souvenirs et les regrets aussi
Mais mon amour silencieux et fidèle
Sourit toujours et remercie la vie.
Je t'aimais tant, tu étais si jolie.
Comment veux-tu que je t'oublie ?
En ce temps-là, la vie était plus belle
Et le soleil plus brûlant qu'aujourd'hui.
Tu étais ma plus douce amie
Mais je n'ai que faire des regrets
Et la chanson que tu chantais,
Toujours, toujours je l'entendrai !

Yves Montand

viernes, enero 27, 2006

"Se me ha escurrido un camino del alma... Se recompensará a quien lo busque"

Siese Vieira

"Mi cuerpo es un mar interior, donde desembocan los efluvios de la locura"

Maric Joêve

"Hay tormenta, y las gaviotas buscan refugio en tierra."

Walter Öhman

lunes, enero 23, 2006

Secretos...

Era el día más triste del año, lo había dicho un investigador británico, y quizás por eso el tío Federico andaba cabizbajo por el pasillo. Se desenroscaba la boina como si fuera el tapón de una botella de coca cola, se limpiaba el sudor con un pañuelo de cuadros y caminaba dando grandes y nerviosas zancadas. Por el estrecho pasillo. Un, dos, tres pasos y media vuelta. Estuvo así una hora, después se puso el abrigo y salió sin mirarme, sin decir nada.

Aún no ha vuelto, aunque la comida espere humeante en la mesa y él siempre diga que la hora del almuerzo es sagrada. Aún no ha vuelto y encima mi madre está llorando en su habitación, la he oído por detrás de la puerta, aunque igual luego me regañe por andar espiando en las vidas y secretos ajenos. Pero es que últimamente esta casa parece estar llena de secretos, todos hablan bajito cuando yo ando cerca y si llega alguien de visita aún es peor, porque se encierran en el salón y me mandan a mi habitación a jugar.

La puerta de la entrada. Se ha abierto. Eso es que el tío Federico ha vuelto y ya no pasa nada. Y mi madre habrá dejado de llorar escondida tras la puerta de su habitación y seguro que mi tío ya no tiene ni una gota de sudor enroscada debajo de la boina. Igual también se acaban las conversaciones llenas de susurros en las que no puedo participar, quizás todo vuelva a ser como antes, aunque hoy sea el día más triste del año.

No me gustan las batas blancas, nunca me han gustado, porque sé que después de ellas viene siempre el dolor. Tampoco me gusta la sonrisa del médico que ha llegado con mi tío Federico, ni su mano húmeda que acaricia mi mejilla. Pero, menos aún, las palabras llorosas de mi madre:

- Cariño, tenemos algo muy importante que contarte.

domingo, enero 22, 2006


A los hombres de la lluvia se los lleva el viento, por eso a veces ni los vemos. Y no son ni gotas en tu ventana ni tardes de libros por leer, no son velas que se apagan ni luces relampagueantes atravesando el cielo. Son apenas agua, transparentes, como el amor y la esencia de los sueños; llevan un olor de tierra mojada en la punta de sus cabellos, y no conocen dueño.



sábado, enero 21, 2006

Le chat bleu...



Francine Van Hove

miércoles, enero 18, 2006

Esteban.

Hoy he pensado en mi abuelo. Su presencia a veces me sorprende y me arranca un par de lágrimas. No oigo sus pasos cuando se acerca, ni siento su mano cuando me acaricia el cabello como cuando era niña, ya no puedo escuchar su voz de contar historias y, a pesar de eso, a veces lo siento vivo junto a mí. No como un fantasma o un espíritu en pena, sino como el abuelo que fue, el hombre inteligente que pudo llegar a ser un gran actor pero que se quedó para construir los pilares de una familia: mi familia.

Mientras escribo me parece oírlo interpretar, como cuando contaba aquella historia del lanzamiento de las botas de un general franquista por la ventana, porque dicho general no acababa de conformarse con el buen trabajo de su zapatero, mi abuelo. Recuerdo el día en el que me acompañó a un huerto donde tenía plantados unos manzanos, porque yo quería enterrar el hueso de un aguacate, con la esperanza de que naciera un árbol de él. Lo colocó entre la tierra, lo regó y me prometió que crecería. Yo volvía cada año en busca de mi aguacate. Nunca vi ni una sola ramita. Por eso creí que crecía al contrario y que algún día aparecería en el otro lado del mundo. Por eso, y porque mi abuelo nunca faltó a una promesa.

Llego un momento en el que fue mi abuelo el que escuchaba mis historias, y no le importaba que inventara mil locuras o fantasías, se mantenía serio y concentrado en lo que oía y después me enseñaba libros de otros que también habían soñado como yo. Una vez me regaló uno de sus libros más preciados y me dijo que debía leer un capítulo cada día y que si me aburría podía saltarme alguno. Al final nunca lo leí entero, porque a la edición del Quijote que mi abuelo me dio le faltaban las últimas páginas, y probablemente nunca leeré el Quijote entero porque no imagino tener entre las manos otra edición distinta de ésta que ahora viaja conmigo.

A veces mi abuelo me llama y me vuelve a contar historias, aunque su voz no parezca la misma y vuelva disfrazada de tiempo. Y entonces se me escapan dos lágrimas, porque pienso que la vida se escapa muy rápido y yo ya no lo tengo a mi lado. A veces, cuando somos niños, no nos damos cuenta de la importancia de los instantes, de las palabras o los silencios. Por eso me gusta aniñarme cuando mi abuelo me visita en forma de historia, y cuando se va, curiosa como aún lo sigo siendo, me pongo de puntillas sobre el recuerdo del banco de su cocina y robo por unos instantes el Quijote incompleto que siempre fue mío.

lunes, enero 16, 2006

El hombre de la gabardina gris lloraba, sentado en un balcón del mirador. Ante sus ojos se extendía un río azulado de invierno, y la leve lluvia caía confundida entre sus lágrimas. La ciudad corría sin descanso antes sus pies, pero para el hombre de la gabardina gris el tiempo se había detenido. Allí, sentado en aquel banco, en aquel jardín colgado sobre la ciudad, un dolor antiguo había vuelto para perseguirlo, para humillarlo, para arrancarlo de la placidez en la que vivía. Nada. Nada podía hacer. Esta vez no habría escapatoria.

Saltando entre los charcos de lluvia se acercó una niña de ojos oscuros. Tarareaba una canción indescifrable y, de vez en cuando, interrumpida por un esbozo de silbido o canto de pajarito. Llevaba una bolsa de plástico entre las manos. Tenía una sonrisa que brillaba a través de la cortina de lluvia. Era una niña hermosa, a pesar de vivir aún inmersa en la infancia.

Cuando la niña de ojos oscuros descubrió al hombre de la gabardina gris, paró en seco. Ambos, separados apenas por un charco, se miraron. El hombre observó su abrigo zurcido por mil inviernos; la niña siguió el recorrido de las lágrimas que se perdían en la maraña de su barba. Se miraron.

La lluvia amainó cuando la niña se sentó a su lado. Revolvió en su bolsa de plástico y, con una mirada triunfante y cargada de seriedad, sacó de ella una pequeña caja azul.

- ¿Quiere usted comprarme una cajita? - preguntó.
- No, no necesito ninguna cajita - contestó el hombre de la gabardina gris, aún llorando.

La niña dejó caer los brazos y la cajita rodó hasta su regazo. El hombre, creyendo haber sido demasiado duro se secó las lágrimas con el dorso de la mano y añadió:

- Además, no tengo joyas para guardar en esa cajita.

La niña rápidamente reencontró la ilusión en estas palabras y, sonriendo, casi cantó:

- Pero esto no es una cajita para guardar joyas, es una caja para guardar tristezas. Las fabrica mi abuelo y yo las pinto de azul, después recorro la ciudad en busca de su dueño. Por ejemplo, esta cajita que ve aquí le pertenece a usted. Y no piense que es tarea fácil, porque las tristezas son solitarias y no les gusta llamar la atención, por eso llevo todo el día buscándolo.

El hombre sonrió ante el discurso de la niña de ojos oscuros y buscó en el bolsillo de su pantalón algunas monedas, que puso sobre la palma morena de la vendedora de cajitas. La niña cerró la mano que contenía las monedas, se puso en pie y, con la otra mano, se alisó el vestido viejo y descolorido. Después explicó, seria:

- Debe usted aprender a utilizarla. Yo le explicaré cómo debe hacerlo, pero no olvide ninguna de mis instrucciones, porque la tristeza es experta y anda siempre escapando.

Durante algunos minutos la niña de ojos oscuros instruyó al hombre de la gabardina en el arte de encerrar tristezas, resaltando puntos importantes y dando pequeños consejos y artimañas que la experiencia le había mostrado. Al acabar depositó un beso húmedo y pequeño sobre la mejilla del hombre, y se marchó. Tarareando una canción indescifrable, saltando de charco en charco, mojando la punta de su vestido con el agua de la lluvia.

El hombre de la gabardina gris siguió paso a paso las instrucciones de la niña, después abrió la cajita azul y murmurando unas simples palabras la cerró de golpe: Adiós tristeza. Y de pronto su corazón parecía más leve y lleno de frescura, y alcanzó a vislumbrar un tenue rayo de sol, despuntando tras el castillo y el pasado que, embrujado, regresó a su rincón. El hombre se puso en pie. Buscó a la niña. Corrió en todas direcciones. Pisó todos y cada uno de los charcos en los que ella había sumergido sus pequeños zapatos. Nada. Ni rastro de ella. Y a pesar de todo, sonrió.

Poco después el hombre de la sonrisa nueva miró la ciudad que se extendía bajo sus pies. Se guardó la cajita que contenía su tristeza olvidada y se fue, saltando entre los charcos, tarareando una canción, indescifrable.

jueves, enero 12, 2006

María del Eco abre los ojos, el pequeño Lume le coloca una caracola entre los cabellos.
- Él... Él...
- ¿Quién?
- Él me ha dado esto para ti.

De mi ventana...

Sobre el edificio de enfrente hay olas. Por la mañana son casi quietas, apenas caricias de mar; pero con el caer de la noche se vuelven tempestades, y recorren los andamios como si recorriesen el océano. De los peces ni rastro, por lo menos no con el rostro que imaginamos. Hay otros seres, extraños a veces, silenciados casi siempre; son siempre otros los seres que pueblan el mar de metal que se extiende ante mis ojos. Llegaron hace tiempo en la barca del exilio, llegaron cruzando estrechos, atravesando estepas, creyendo que nuestro mar era más calmo. Ahora saben que las olas son las mismas, allí o aquí...

Cuando levanto la persiana ya están ahí, con sus aletas encalladas en el dolor, con sus labios apretados y acallados por quien nunca pisó este mar. Cuando cierro la persiana siguen allí, no me miran, no me hablan, quizás porque piensan que los observo desde la otra orilla, desde tierra firme. Pero yo también soy una exiliada, aunque no lo sepan ni lo imaginen. Yo también navego en ese mar, de andamios y olas, con el único y titánico esfuerzo de reconstruirme, de volver a ser el pilar de mi vida. La única diferencia es que yo tengo siempre un billete de vuelta, ellos no.

domingo, enero 08, 2006

El misterio de las letras...

A veces recibo mensajes escondidos en luciérnagas. Llegan al atardecer, enroscados en papel mariposa, como si vinieran de lo antiguo, del tiempo que ya ha pasado. Pero el brillo de las luciérnagas me dice que, aún así, viajan preñados de futuro. Y cuando una luciérnaga se apaga, allá aparece otra, llena de horizonte y tiempo. Quiero vidas llenas de intensidad, me gustan los equilibrios a punto de extremo, para que las lágrimas sean más húmedas y las sonrisas más abiertas, decía el último. No sé quien envía los mensajes desde hace un año, permanece anónimo y en silencio y con silencio me calma, me cuida y me consuela, siempre. Me gustaría tener una dirección, un apartado postal y un jardín de luciérnagas para poder enviarle un mensaje preñado de gracias.