Esteban.
Hoy he pensado en mi abuelo. Su presencia a veces me sorprende y me arranca un par de lágrimas. No oigo sus pasos cuando se acerca, ni siento su mano cuando me acaricia el cabello como cuando era niña, ya no puedo escuchar su voz de contar historias y, a pesar de eso, a veces lo siento vivo junto a mí. No como un fantasma o un espíritu en pena, sino como el abuelo que fue, el hombre inteligente que pudo llegar a ser un gran actor pero que se quedó para construir los pilares de una familia: mi familia.
Mientras escribo me parece oírlo interpretar, como cuando contaba aquella historia del lanzamiento de las botas de un general franquista por la ventana, porque dicho general no acababa de conformarse con el buen trabajo de su zapatero, mi abuelo. Recuerdo el día en el que me acompañó a un huerto donde tenía plantados unos manzanos, porque yo quería enterrar el hueso de un aguacate, con la esperanza de que naciera un árbol de él. Lo colocó entre la tierra, lo regó y me prometió que crecería. Yo volvía cada año en busca de mi aguacate. Nunca vi ni una sola ramita. Por eso creí que crecía al contrario y que algún día aparecería en el otro lado del mundo. Por eso, y porque mi abuelo nunca faltó a una promesa.
Llego un momento en el que fue mi abuelo el que escuchaba mis historias, y no le importaba que inventara mil locuras o fantasías, se mantenía serio y concentrado en lo que oía y después me enseñaba libros de otros que también habían soñado como yo. Una vez me regaló uno de sus libros más preciados y me dijo que debía leer un capítulo cada día y que si me aburría podía saltarme alguno. Al final nunca lo leí entero, porque a la edición del Quijote que mi abuelo me dio le faltaban las últimas páginas, y probablemente nunca leeré el Quijote entero porque no imagino tener entre las manos otra edición distinta de ésta que ahora viaja conmigo.
A veces mi abuelo me llama y me vuelve a contar historias, aunque su voz no parezca la misma y vuelva disfrazada de tiempo. Y entonces se me escapan dos lágrimas, porque pienso que la vida se escapa muy rápido y yo ya no lo tengo a mi lado. A veces, cuando somos niños, no nos damos cuenta de la importancia de los instantes, de las palabras o los silencios. Por eso me gusta aniñarme cuando mi abuelo me visita en forma de historia, y cuando se va, curiosa como aún lo sigo siendo, me pongo de puntillas sobre el recuerdo del banco de su cocina y robo por unos instantes el Quijote incompleto que siempre fue mío.
6 Comments:
Casi me haces llorar...
Besos
mmm
"... me gusta aniñarme cuando mi abuelo me visita..."
es tierno, íntimo, emociona tu escrito, María.
Un beso grande
Entre lágrimas te abrazo, es tan cierto... casi palpable lo que acabas de escribir, la imagen, el sentir.. cuando mi abuelo me visita. Gracias preciosa, gracias.
Ahora sé de dónde viene tu especial manera de escribir. Ahora sé quien la sembró.
Un beso
la memoria de lo que nos habla por fuera del tiempo y el espacio, que permanece porque nunca se ha ido. Precioso tu recuerdo y la imagen del lbro al que le faltan páginas, como una historia que esperas para ser escuchada de la voz del abuelo, un día cuando te visite de nuevo en una esquina para los dos solos...
¿Qué tendrán los abuelos que siembran tan hermosos recuerdos?
¿Por qué nos tiembla el corazón al pensar en ellos?
Debe ser porque comprenden como nadie nuestros sueños...
Bicos.
Publicar un comentario
<< Home