lunes, agosto 29, 2005

Y ahora que casi me estoy yendo...

Entre la Rue Carnot y la Rue du Pâquier esta tarde el mundo se ha quedado parado a causa de la lluvia. En las esquinas se agolpaban las personas buscando el refugio momentáneo de los arcos de la vieja ciudad. De vez en cuando alguien se arriesgaba bajo el aire húmedo, y cruzaba la calle intentando resguardarse lo más rápidamente posible bajo el próximo arco. Pero es entonces cuando el milagro surgía, y en la cara de aquellos valientes se dibujaba una gran sonrisa. Un padre corría con su hijo de un lado a otro riendo a carcajadas, mientras el pequeño bebé, sentado en su sillita, intentaba abrazar la lluvia. Una pareja perdió su paraguas y de pronto se miraron uno al otro, en los ojos, como antaño, y de nuevo la sonrisa misteriosa aparecía en sus labios. Una anciana mujer danzaba junto al pozo, agarrando su pantalón como si de un vestido de baile se tratase, como si la piedra dura de la calle fuera el piso delicado de un salón.

Como siempre he sido de naturaleza curiosa decidí descubrir la razón de la sonrisa de la lluvia, y sin pensar en mis ropas que poco a poco se iban mojando me quedé parada en mitad de la calle.

Al cabo de unos minutos tuve que apartarme para no ser atropellada por un caballo blanco que venía corriendo desde la Rue Royal. Instantes después dos jóvenes empujaban sus bicicletas en dirección al lago, entre el manillar y el sillín se enredaban animales de colores que ladraron, maullaron, piaron y graznaron al pasar junto a mí. La anciana señora me enlazó la cintura y, en medio de nuestras vueltas danzarinas, conseguí ver el piso ajedrezado del salón de baile más hermoso del mundo. De mis zapatos comenzaron a nacer rosas y tuve que pellizcarme para comprobar que no estaba soñando. Pero el padre que reía a carcajadas volvió a pasar corriendo con el bebé que abrazaba la lluvia, y sobre los tejados de la vieja ciudad un velero enarboló sus velas.

A veces se me ocurre pensar que la lluvia en esta ciudad guarda secretos desconocidos…

lunes, agosto 22, 2005

Dias cinereos

A Paulinho

El cielo está cargado de plomizas intenciones. Bajo su cuerpo cerrado el aire huele a lluvias y llanto, y el viento amenaza con noches oscuras. Las nubes engordan espesando sus rostros de terribles guardadoras de relámpagos. Entre las montañas de cumbres desaparecidas la superficie del lago centellea ante la luz de una ventana abierta, de unos faros que aparecen tras aquella curva, o de la vela encendida en medio de una barca a remos. La oscuridad acomete sin piedad y los árboles, indefensos, tiemblan de la raíz a las hojas ante la proximidad del parto de una tormenta.

Annecy se protege abrigada entre sus pasadizos secretos de piedra y se estremece ante aquello que el cielo guarda. De repente una nube explota en llanto, sin poder contener por más tiempo el dolor de sus entrañas. Del cielo cae su fruto: cientos de nuevos vocablos que se enredan y se confunden arrastrados por el viento. Vocablos nunca dichos, vocablos que aún son el eco de las palabras dulces en la última tarde ocre, vocablos que revuelven el aire y se instalan entre las ramas de los árboles temblorosos. Vocablos que susurran junto a mi ventana, vocablos que me rozan la mejilla cuando los dejo entrar…

Sobre el lago la pequeña barca de la vela encendida se ve invadida por las miles de palabras que se destormentan del cielo. La rodean, la hacen zozobrar, intentan engañar sus sentidos soplando la vela que la resguarda de la oscuridad completa. Pero ella atrapa vocablos como quien atrapa sueños, y en ese atrapar de letras enloquecidas inventa historias que fluyen como el agua entre los canales, como la luz entre la tormenta, como la vida entre la muerte.

Después llega el silencio. Y todas aquellas historias que fueron nuestras y viajaron colgadas del rabo de una nube, desaparecen con la primera luz que rompe las tinieblas. La barca de la vela encendida llora suspendida en medio del lago, sola, sin vocablos ni historias. Pero no temáis, grita mientras apaga la vela, porque las nuevas y dulces palabras rondan el aire e inventarán historias en el inesperado gesto del engravidar de una nube.

viernes, agosto 19, 2005

Un concierto en la catedral de Saint Pierre

Las personas murmuran mientras el organista se calienta las manos, frotando suavemente una contra la otra. A veces una nota rebelde se escapa queriendo convocar al silencio, otras el silencio planea sobre el altar como si fuese un ave blanca de alas extendidas. Ante la repentina aparición del organista las voces enmudecen, y la expectativa se instala en cada rincón. La dulzura, entonces, hace su aparición en escena, invadiendo el lugar de delicados sonidos, de voces nuevas. El organista derrama la magia escondida entre los dedos, y cual alquimista de los sonidos perfectos ejecuta la partitura de su vida.

Junto a un rincón surge el milagro. Entre las notas, ajeno al público, un nuevo redentor llega al mundo en forma de amor. Una muchacha adormecida descansa entre los brazos de un hombre de manos dulces. Él la mira, ella es etérea y la música convierte su lecho en un colchón de almas. En un rincón de la catedral surge el milagro. Él le acaricia el cabello, ella sonríe cómplice ante la caricia (in)esperada, y el organista toca. Y cuando el concierto acaba, y los aplausos se escuchan en su consecuencia lógica de existir, la muchacha y el hombre de las manos dulces permanecen inmóviles. Ella abre lentamente los ojos, y el milagro continua…

jueves, agosto 18, 2005

Volver...

Volver al campo. A los caminos de tierra tan anhelados, al aroma que recoge el viento cuando susurra entre los viñedos; amante, cómplice, risueño…
Volver a la tierra entre las manos, al silencio únicamente quebrado por los grillos.
Sentir en la boca el dulce sabor de los frutos que se abalanzan desde los árboles. Junto al camino.
Recordar otros caminos, que vuelven vívidos a la memoria fresca de mis pasos.
Oír el crujido de las hojas al comenzar la tarde, ver junto a la línea del horizonte el verde resurgir de la vida. Sentir el aire.
Hablar a las rosas y contarle secretos a las amapolas. Escuchar las ausencias de la tierra mil veces pisada.
Tocar con el alma las uvas que hace tiempo nos esperan. Tocar su cuerpo, acariciar su líquido dorado que resbala entre los dedos, sintiendo la alegría de su vida al descubierto.
Volver al campo, volver al campo…

miércoles, agosto 17, 2005

Instantes en Annecy...

martes, agosto 16, 2005

El hombre del cabello gris

Hay personas que tienen una luz especial en la mirada, y el hombre del cabello gris es una de ellas. En algún momento de su vida debió sonreír mucho para que las marcas de aquella felicidad se quedaran marcadas en sus pupilas de esa forma.
Y siento que sus manos y palabras quieren acercarse, y sé que las mías anhelan recibirlas. Pero el tiempo se va escurriendo sin pausa, aumentando nuestras distancias, alejándonos…

lunes, agosto 15, 2005

Despertares...

Sobre el lago se extiende una cortina de plata, y bajo el vuelo de las primeras gaviotas el día nace tímido entre las montañas. Algunos pescadores silencian los pequeños ruidos del amanecer, con el sonido rápido y casi seco de sus cañas cortando el aire. Desde mi ventana sus barcos parecen juguetes inmóviles; como si ambos, barcos y hombres, formaran parte de la escena representada en un lienzo. Y a esta hora del día, en que la ciudad está desierta de fotografías y gritos, sus calles recobran el encanto del pasado y la certeza de su profunda identidad. Ciudad y lago, se convierten entonces en la postal más hermosa que nos gustaría guardar en los bolsillos del recuerdo.

lunes, agosto 08, 2005

Encuentros en Annecy...

La iglesia de St. Maurice me ha escogido. Es la tercera que visito peron no me hace falta recorrer mas para sentir que aqui se encuentra mi lugar de recogimiento.
El suelo de madera que crepita a cada paso; la luz que atraviesa las vidrieras encendidas; el eco de los pajaritos que cantan en el exterior, pero que parecen encerrados en las esquinas; incluso el hombre misterioso de grandes barbas grises que entra por una puerta del lateral y sale por otra situada en el lado contrario, una y otra vez: todo esto me llena de serenidad. El silencio, sobre todo el silencio, viene a acunarse en mi regazo. El hombre de la barba gris vuelve a entrar, vuelve a salir...
Afuera la ciudad continua, pero ni un solo ruido se cuela por las rendijas de la vieja madera de St. Maurice.
Ahora me he quedado sola, ya nadie entra ni sale, incluso los pajaros parecen haber enmudecido. Y en este instante de suprema quietud todos mis sentidos son una ventana abierta hacia el hueco mas recondito de mi alma.
Unos pasos...unos pasos que casi golpean la madera se acercan, la campana de la torre anuncia una hora que no entiendo y el altar se llena de almas..
El hombre misterioso de la barba gris abre la puerta y me mira.



(Siento la falta de acentos en el texto pero es debida a la configuracion de este ordenador, tranquilos no es que este olvidando el castellano)

jueves, agosto 04, 2005



Annecy... es una hermosa ciudad situada junto a un lago y rodeada de montañas, en lo que antiguamente era la región de Saboya. La llaman la "Venecia de los Alpes" debido a sus canales escondidos que cubren el centro de la vieja ciudad. Y yo tengo la certeza de que al doblar cada esquina nos espera un rincón encantador por descubrir.

Estaré por aquí un mes, así que aprovecharé para contaros cosas sobre la región, la ciudad y sus gentes. Aún no he "explorado" casi nada, pero poco a poco iré descubriendo secretos y caminando por sus callejuelas, para después poder compartir con vosotros todo lo que mis ojos vieron.

Un abrazo desde Francia!!

lunes, agosto 01, 2005

Pinceladas de recuerdo...

Mi abuelo siempre decía que sería una gran pintora. Una vez, a los ocho o nueve años, le hice un retrato. Él se sentó en una silla junto al fuego y posó para mí, erguido y muy serio, con las manos cruzadas sobre el regazo y la sonrisa leve pero llena de cariño. Después guardó el dibujo durante años en su cartera, y lo mostró con orgullo a todos los que vivieron y pasaron por el pueblo, hasta que un día él también tuvo que partir.

Yo nunca fuí una gran pintora, ni siquiera pasé de los torpes dibujos de la infancia, pero mi abuelo guardaba en su cartera la mejor de las obras de arte. No le interesaban Velazquez ni Miguel Angel, ni cualquier otro ser genial. A él simplemente le emocionaba tener guardado, junto al corazón, el retrato a lápiz que un día su nieta le había hecho.