El hombre de la gabardina gris lloraba, sentado en un balcón del mirador. Ante sus ojos se extendía un río azulado de invierno, y la leve lluvia caía confundida entre sus lágrimas. La ciudad corría sin descanso antes sus pies, pero para el hombre de la gabardina gris el tiempo se había detenido. Allí, sentado en aquel banco, en aquel jardín colgado sobre la ciudad, un dolor antiguo había vuelto para perseguirlo, para humillarlo, para arrancarlo de la placidez en la que vivía. Nada. Nada podía hacer. Esta vez no habría escapatoria.
Saltando entre los charcos de lluvia se acercó una niña de ojos oscuros. Tarareaba una canción indescifrable y, de vez en cuando, interrumpida por un esbozo de silbido o canto de pajarito. Llevaba una bolsa de plástico entre las manos. Tenía una sonrisa que brillaba a través de la cortina de lluvia. Era una niña hermosa, a pesar de vivir aún inmersa en la infancia.
Cuando la niña de ojos oscuros descubrió al hombre de la gabardina gris, paró en seco. Ambos, separados apenas por un charco, se miraron. El hombre observó su abrigo zurcido por mil inviernos; la niña siguió el recorrido de las lágrimas que se perdían en la maraña de su barba. Se miraron.
La lluvia amainó cuando la niña se sentó a su lado. Revolvió en su bolsa de plástico y, con una mirada triunfante y cargada de seriedad, sacó de ella una pequeña caja azul.
- ¿Quiere usted comprarme una cajita? - preguntó.
- No, no necesito ninguna cajita - contestó el hombre de la gabardina gris, aún llorando.
La niña dejó caer los brazos y la cajita rodó hasta su regazo. El hombre, creyendo haber sido demasiado duro se secó las lágrimas con el dorso de la mano y añadió:
- Además, no tengo joyas para guardar en esa cajita.
La niña rápidamente reencontró la ilusión en estas palabras y, sonriendo, casi cantó:
- Pero esto no es una cajita para guardar joyas, es una caja para guardar tristezas. Las fabrica mi abuelo y yo las pinto de azul, después recorro la ciudad en busca de su dueño. Por ejemplo, esta cajita que ve aquí le pertenece a usted. Y no piense que es tarea fácil, porque las tristezas son solitarias y no les gusta llamar la atención, por eso llevo todo el día buscándolo.
El hombre sonrió ante el discurso de la niña de ojos oscuros y buscó en el bolsillo de su pantalón algunas monedas, que puso sobre la palma morena de la vendedora de cajitas. La niña cerró la mano que contenía las monedas, se puso en pie y, con la otra mano, se alisó el vestido viejo y descolorido. Después explicó, seria:
- Debe usted aprender a utilizarla. Yo le explicaré cómo debe hacerlo, pero no olvide ninguna de mis instrucciones, porque la tristeza es experta y anda siempre escapando.
Durante algunos minutos la niña de ojos oscuros instruyó al hombre de la gabardina en el arte de encerrar tristezas, resaltando puntos importantes y dando pequeños consejos y artimañas que la experiencia le había mostrado. Al acabar depositó un beso húmedo y pequeño sobre la mejilla del hombre, y se marchó. Tarareando una canción indescifrable, saltando de charco en charco, mojando la punta de su vestido con el agua de la lluvia.
El hombre de la gabardina gris siguió paso a paso las instrucciones de la niña, después abrió la cajita azul y murmurando unas simples palabras la cerró de golpe: Adiós tristeza. Y de pronto su corazón parecía más leve y lleno de frescura, y alcanzó a vislumbrar un tenue rayo de sol, despuntando tras el castillo y el pasado que, embrujado, regresó a su rincón. El hombre se puso en pie. Buscó a la niña. Corrió en todas direcciones. Pisó todos y cada uno de los charcos en los que ella había sumergido sus pequeños zapatos. Nada. Ni rastro de ella. Y a pesar de todo, sonrió.
Poco después el hombre de la sonrisa nueva miró la ciudad que se extendía bajo sus pies. Se guardó la cajita que contenía su tristeza olvidada y se fue, saltando entre los charcos, tarareando una canción, indescifrable.
Saltando entre los charcos de lluvia se acercó una niña de ojos oscuros. Tarareaba una canción indescifrable y, de vez en cuando, interrumpida por un esbozo de silbido o canto de pajarito. Llevaba una bolsa de plástico entre las manos. Tenía una sonrisa que brillaba a través de la cortina de lluvia. Era una niña hermosa, a pesar de vivir aún inmersa en la infancia.
Cuando la niña de ojos oscuros descubrió al hombre de la gabardina gris, paró en seco. Ambos, separados apenas por un charco, se miraron. El hombre observó su abrigo zurcido por mil inviernos; la niña siguió el recorrido de las lágrimas que se perdían en la maraña de su barba. Se miraron.
La lluvia amainó cuando la niña se sentó a su lado. Revolvió en su bolsa de plástico y, con una mirada triunfante y cargada de seriedad, sacó de ella una pequeña caja azul.
- ¿Quiere usted comprarme una cajita? - preguntó.
- No, no necesito ninguna cajita - contestó el hombre de la gabardina gris, aún llorando.
La niña dejó caer los brazos y la cajita rodó hasta su regazo. El hombre, creyendo haber sido demasiado duro se secó las lágrimas con el dorso de la mano y añadió:
- Además, no tengo joyas para guardar en esa cajita.
La niña rápidamente reencontró la ilusión en estas palabras y, sonriendo, casi cantó:
- Pero esto no es una cajita para guardar joyas, es una caja para guardar tristezas. Las fabrica mi abuelo y yo las pinto de azul, después recorro la ciudad en busca de su dueño. Por ejemplo, esta cajita que ve aquí le pertenece a usted. Y no piense que es tarea fácil, porque las tristezas son solitarias y no les gusta llamar la atención, por eso llevo todo el día buscándolo.
El hombre sonrió ante el discurso de la niña de ojos oscuros y buscó en el bolsillo de su pantalón algunas monedas, que puso sobre la palma morena de la vendedora de cajitas. La niña cerró la mano que contenía las monedas, se puso en pie y, con la otra mano, se alisó el vestido viejo y descolorido. Después explicó, seria:
- Debe usted aprender a utilizarla. Yo le explicaré cómo debe hacerlo, pero no olvide ninguna de mis instrucciones, porque la tristeza es experta y anda siempre escapando.
Durante algunos minutos la niña de ojos oscuros instruyó al hombre de la gabardina en el arte de encerrar tristezas, resaltando puntos importantes y dando pequeños consejos y artimañas que la experiencia le había mostrado. Al acabar depositó un beso húmedo y pequeño sobre la mejilla del hombre, y se marchó. Tarareando una canción indescifrable, saltando de charco en charco, mojando la punta de su vestido con el agua de la lluvia.
El hombre de la gabardina gris siguió paso a paso las instrucciones de la niña, después abrió la cajita azul y murmurando unas simples palabras la cerró de golpe: Adiós tristeza. Y de pronto su corazón parecía más leve y lleno de frescura, y alcanzó a vislumbrar un tenue rayo de sol, despuntando tras el castillo y el pasado que, embrujado, regresó a su rincón. El hombre se puso en pie. Buscó a la niña. Corrió en todas direcciones. Pisó todos y cada uno de los charcos en los que ella había sumergido sus pequeños zapatos. Nada. Ni rastro de ella. Y a pesar de todo, sonrió.
Poco después el hombre de la sonrisa nueva miró la ciudad que se extendía bajo sus pies. Se guardó la cajita que contenía su tristeza olvidada y se fue, saltando entre los charcos, tarareando una canción, indescifrable.
5 Comments:
Qué hermoso encontrar una cajita azul en la que poder guardar la tristeza y lucir luego una sonrisa nueva...
Ojalá esa niña encuentre a todos los seres tristes de la tierra.
Bicos.
¡qué linda! :-) es un precioso cuento. Besitos Ana
Es conmovedor el hombre con su tristeza. Yo para las mías no tengo una caja azul; las guardo en los bolsillos, y me acompañanan siempre...
Besos
....realmente es un bonito cuento.... yo una caja de esas la cambiaría por lo que fuera.... y si me pudiera quedar con un par más ni te cuento.... :)
esas cajitas las transformamos a veces en palabras adornadas o en remembranzas, esas cajitas azules
Publicar un comentario
<< Home