Martín Pincanpore se despertó en una silla del jardín. La tarde era cálida, y el almuerzo había sido demasiado fuerte para imaginar cualquier otro esfuerzo físico que no fuera permanecer detenido en el tiempo mirando la nada. Una golondrina dormía en el tejado de la casa de Doña Deolinda, ¡Pobre mujer! Está tan vieja que estas tardes tórridas de Agosto solamente le traen dolores y huesos que crujen. Hoy tuvo que venir el médico, Don Vitsentzos Risos, un griego venido de Santorini en la década de los años cincuenta, que aseguraba traer el elixir de la juventud en su maleta vieja y gastada de cuero labrado, la única verdadera pertenencia que tenía. El tiempo, que siempre será el juez más riguroso, se encargó de desmentir tal rumor, y el propio Vitsentzos experimentó en las manos arrugadas, que ni siquiera él sería perdonado.
- A la vejez todos tenemos que llegar, lo importante es no haber perdido la ilusión.- Se consolaba encogiendo los hombros cuando le preguntaban por el famoso elixir.
Durante toda su vida continuaría creyendo que la salvación de los males de la humanidad estaba escondida en el fondo de una maleta.
Martin Pincanpore tenía un fuerte picor en la barriga.
- Debe ser por comer tanto. - Pensó en voz alta. Oí decir que a veces la piel tiene la asombrosa capacidad de estirarse hasta tal dimensión que podría abrigar a otro hombre de nuestro mismo tamaño.
La golondrina abrió un ojo, miró el disco amarillo que pairaba suspendido en el cielo y se acurrucó aún más en la esquina del tejado. Pincanpore se desabotonó la camisa y comenzó a acariciarse la barriga, con el cariño de un mujer que engravidó en el deseo de una noche cálida. Y ahí abajo estaba él, el nexo de todas las razas y personas, el punto medio del cuerpo, alrededor del cual gira y gira toda nuestra sangre, hirviendo, con la velocidad de un tren, que huye a través de campos de trigo y amapolas. El lugar exacto donde este mundo comenzó, un pequeño agujero que nos trajo a la vida en una mañana, puesta de sol, noche sin estrellas de un verano inusitadamente frío, invierno de neblina, o primavera de cien mil golondrinas; el Ombligo.
- ¡Y mira que es lindo, caramba! Le extasiaba pasar el dedo índice circundando el borde, el limite extremo, antes de caer en las profundidades de un secreto materno.
Las campanas de la iglesia anuncian la hora de la misa, se escuchan por toda la isla, no es muy grande, en los días sin nubes se puede ver los dos cabos desde la cima del monte Colirico; el cabo de la Esterlina y un poco mas al norte, el famoso cabo de la Cabeza cortada en el rincón, lugar peligroso por los fuertes vientos. ¡Es un bello paseo, sí señor! Primero se pasa por la fuente de los siete caminos, nombre hipotético con certeza, porque solo hay dos para escoger; subir y bajar. Después de algunos minutos nos encontramos con un piñal, dicen que plantado por Ulises cuando estaba buscando Ítaca, ¡En rumores que crean los ilusos y los locos! Después de atravesar el bosque entre altos pinos se llega hasta la cima del monte, donde una maravillosa perspectiva del cielo, tierra y mar nos espera. Pero esta tarde no tiene deseos de caminar, los pensamientos acuden lentos como caracoles en el desierto, pero no por eso menos certeros.
-¡Mi ombligo es el centro de mi cuerpo, así como yo soy el pilar de mi casa!.- Explota en un grito.
- ¡Martin! - Grita una mujer desde la ventana abierta.- ¿Estás bien? ¿Por qué andas gritando? ¿Y que haces ahí con la nariz en el ombligo? Si no te conociera diría que estás completamente loco. Mira a ver no pilles una insolación que luego empiezas a decir tonterías.
¡Ah sí! María de la Encarnación Roubiñol le conocía demasiado bien, ¡Claro!, cincuenta años casados dan para conocer a quien duerme cada noche en la misma cama, quitando aquellos dos meses en el continente por causa del juicio de las gallinas, pero bueno, eso es otra historia. Se conocieron aquí, la isla es pequeña y prácticamente todo el mundo que sus ciudadanos pueden imaginar. Ella tenía quince años, él quince y dos meses, y sabían que estaban destinados a estar eternamente uno junto al otro.
- ¡Otro remedio no queda! ¡Éramos los únicos niños!- piensa mientras continua pasando el dedo alrededor del ombligo, ya enrojecido de tanta caricia inesperada.
Las horas se estiran como chicles de fresa y Martin Pincanpore siente el cansancio de la caída de la tarde en los parpados. En el aire hay un aroma a conejo cocido con canela, algunas gaviotas lo atraviesan sobrevolando el jardín, silenciosas, perturbadoramente silenciosas.
-¡Señor Pincanpore! ¿Estoy viendo en su mirada una gota de melancolía?¿Finalmente no fueron de vacaciones al continente? ¡A veces es mejor cambiar de aires!- Saluda un hombre pequeño que, con pasos rápidos y una maleta de cuero labrado, se aproxima.
- No, Señor Risos, usted ya sabe que ni a mí ni a mi mujer nos gusta salir de nuestra vieja casita.
- Ni a mi mujer ni a mí.
- ¿Perdone?
- La forma correcta de hablar es: ni a mi mujer ni a mí. No se tome a mal la corrección, es por causa de la buena educación, ¡ya sabe!, no debemos creer que somos el ombligo del mundo.
Pincanpore siente un escalofrío y una brusca necesidad de contar a aquel hombre de grandes bigotes, venido de Santorini, los pensamientos que toda la tarde le habían embargado.
- ¿Doctor?
- ¿Sí?
- Creo que estoy enfermo.
- ¿Enfermo? Pues yo le encuentro de un optimo aspecto, Señor Pincanpore.
- No, no estoy hablando de una enfermedad física.- Contesta bajando la voz.
- ¿Entonces?
- Doctor, creo que sufro de ombiguismo.
- ¿Ombiguismo?
- Sí, tengo una…digamos…atracción enfermiza por mi ombligo, paso horas y horas mirándolo, acariciándolo, y recordando los días en que él era el inicio del conducto que me llevaba a mi madre. Llegué a la suprema convicción de que él es el centro de mi cuerpo, y por tanto el pilar de mi casa. A veces me quedo tan ensimismado mirándolo que no oigo, no pienso, no veo a nadie y…¡Peor todavía! ¡No tomo el desayuno!
- ¿No toma el desayuno? ¡Estamos entonces ante un caso de extrema gravedad! ¡Muy interesante, sí señor! Y esto…¿hace cuanto tiempo le sucede?
- No le sabría decir…pero en la escuela una vez el maestro me golpeó con la regla en la barriga por estar sumergiendo en el ombligo mi lápiz. Bien puede haber sido aquel día el comienzo de esta terrible enfermedad, ¿no, señor doctor?
- Aún es pronto para hablar de enfermedades, mi querido amigo, el mundo rápidamente inventa enfermedades que en el fondo no son mas que otros caminos. Llaman locos a aquellos que tienen diferente opiniones o visiones de estar en la vida, y los que se consideran normales caminan impunes por las sendas de las dudas y las mentiras.
- ¿Entonces piensa que pasar el tiempo mirando mi propio ombligo es solamente otra forma de estar en la vida?
- No le sabría decir con certeza, pero si tuviésemos en cuenta, por ejemplo, que esta isla es, por su situación geográfica y por los acontecimientos históricos que en ella tuvieron lugar, el centro del mundo, bien podríamos aceptar que el ombligo del señor sea, efectivamente, el punto situado estratégicamente en el medio exacto de su cuerpo, y como consecuencia, ¡podemos considerarlo el pilar y dueño absoluto de su casa!
Un breve silencio detenido acompaña la puesta del sol que se adivina mas allá del tejado, el cielo dibuja nubes de color naranja y conejos amarillos. Un mosquito ruidoso despierta a la golondrina obligándola a levantar el vuelo, diciendo adiós a una nueva tarde cálida de Agosto en la extraña isla de Gobium.
- ¿Doctor Risos?
- Diga, mi querido amigo.
- ¿Nuestra isla es el centro del mundo?
- ¡Claro! ¿No lo sabía?
- No, no sabía…
- Pues sí…