jueves, marzo 03, 2005

La muerte ronda una esquina

Todos los días la señorita Montenegro escogía una pequeña cafetería al azar en el barrio de Montmartre. Recorría las callejuelas guiándose por el olor del café recién hecho y entraba en la primera que le llamaba la atención. Eran pequeños detalles: el color de las paredes, un mantel agitándose solitario, o la sonrisa del empleado encorsetado en la camisa, chaleco y pajarita.
Aquella mañana caminó durante horas por las calles de Montmartre, sin conseguir decidirse. El recuerdo de Julio la perseguía desde el día anterior, se entrecruzaba en sus pensamientos y entorpecía su capacidad para escoger entre olores. Cansada y hambrienta entró en un pequeño café de la Rue Saint Louis. Julio, Julio, ¿Cómo has podido hacerme esto?, pensaba, a punto de sollozar.
El café estaba vacío, sobre las mesas reposaba un silencio casi perfecto, quebrado apenas por el ruido de tazas chocando entre las manos del empleado. Al fondo un hombre leía el periódico, oculto bajo unas grandes gafas oscuras. Sin apenas inmutarse por la llegada de la señorita Montenegro introducía la cucharilla en la taza, removía el líquido negro y la acercaba a los labios para saborear el aún humeante café. Prolongando el placer, alternando palabras y sabores, como quien no cuenta los segundos perdidos.
Julio siempre había sido un mimado. El hermano menor, aquel al que sus padres destinaban todas sus miradas de condescendencia. Cuando eran niños la señorita Montenegro sufría las consecuencias de sus travesuras, encerrada en su cuarto, castigada por aquel plato roto o este sofá sucio. Durante su infancia lo odió, deseó con todas sus fuerzas su desaparición inminente. Imaginaba que el jorabado de le chataux-du-denis vendría cuando las estrellas se encienden para llevarse al hermano indeseado en su gran saco verde.
Cuando ambos crecieron se hicieron inseparables: compartían amigos, fiestas y libros. También las crisis familiares caían ahora con la misma fuerza sobre ambos. Pero cuando la madre murió acabaron las risas, la alegría dio paso a un período sombrío para la familia Montenegro.
Julio se encerró en su propia vida, negándose a compartirla con su hermana, negándole el derecho a llorar juntos. Su padre, viudo y solo, volvió a Montevideo, tierra natal de la cual casi no recordaba ni el color del cielo. La señorita Montenegro continuó viviendo, como si la vida pudiese ser igual cuando la muerte la ha tocado. Como si el silencio y el espacio vacío que deja la ausencia de una madre pudiera llenarse con el discurrir de las horas.
El hombre sentado al fondo cerró el periódico satisfecho y, doblándolo, lo colocó sobre sus rodillas. Bebió de un trago el resto del café frío que aún quedaba en la taza y miró a la señorita Montenegro. Era aún una mujer hermosa, con el cabello corto y encaracolado, como si fuese una dulce muñeca. Una sombra cruzaba su frente y contenía unas lagrimas que durante años se habían escondido dentro de ella. Julio se había matado la tarde anterior, sin decir nada, sin despedirse, sin mirarla por última vez. Julio, ¿Cómo has podido hacerme esto?
El hombre de las gafas oscuras se levantó, le hizo una señal de despedida al empleado y avanzó hacia la puerta. Antes de abrirla se acercó a la señorita Montenegro, sacó un pañuelo blanco del bolsillo de su abrigo y lo colocó en la esquina de la mesa.
El eco de la campanilla de la puerta se quedó pairando en el aire durante unos segundos, segundos en los que la primera lagrima recorría la curvatura del rostro de la señorita Montenegro.

3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Me ha gustado.
Como siempre.
Sigue, por favor.

Laura

13:48  
Anonymous Anónimo said...

Un relato muy bien llevado, una narración de gran calidad. Me ha gustado mucho.

Un saludo.

12:12  
Anonymous Anónimo said...

Buen pulso, una narración lineal sobria y serena. Lindo cuento. Lo he disfrutado como se disfruta el café recien pasado.

12:32  

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